Dícese del humanoide que vive y respira cine. Del que lo disfruta y del que lo crea y concibe. Del que es capaz de contar historias en imágenes sin olvidar que ante todo tiene que ser capaz de emocionar y no de decir. Del que es capaz de crear muchas vidas a través de unas pocas historias.
Pero también dícese del que es capaz de dejarse emocionar al recibir imágenes que su retina recoge a dieciséis imágenes por segundo. Y que es capaz de hacer propias las vidas que estas historias en imágenes le están contando.
El cine debe ser eso, emociones organizadas o mal organizadas adrede, pero emociones, al cabo, que sean capaces de transmitir vida, muerte, alegría, pena, desazón o ese «no se sabe qué, que no soy capaz de entender pero ahora no estoy igual que antes.» Incluso para ser mal contadas, el cine ha de organizar sus historias. Mal que nos pese, el mal cine también es cine.
En definitiva, homo cinematográficus es ese humanoide capaz de ver movimiento a través de su retina a dieciséis imágenes por segundo y de otorgarle un sentirlo al recibirlo.
Llegar a la subjetividad del receptor, el espectador, es uno de los deberes confesos de todos los creadores de historias en imágenes. La subjetividad convierte al espectador en participador (uso esta palabra a sabiendas de su inexistencia, perdón, que al usarla ya existe, a sabiendas pues de su incorrección). Y desde ese instante la historia en la pantalla ejecuta la magia que ya comenzó con el homo sapiens sapiens allá en las bóvedas y paredes de las cavernas ancestrales. Lo que une al autor con el espectador es esa magia de participación, de conversión de una historia creada en historia ajena, en historia de los otros. Todos esos personajes que llevamos dentro, todos esos que conforman nuestra manera de ser, de pensar, de vivir o desvivir, son personajes que habitan en las historias que recibimos. Algunos se nos parecen mucho, demasiado quizá, otros, los más, son simplemente personajes que no hemos sido capaces de vivir, o personajes que tememos, odiamos o de los que escapamos cada día de nuestra vida.
Lo irreal tiene infinitas posibilidades de ser contado, tantas como caminos o estructuras sea capaz el autor de determinar para contar. Lo irreal tiene a su vez, infinitas posibilidades de ser traducido por el espectador.
Estoy leyendo a Edgar Morin: El cine o el hombre imaginario (Paidós). Y en apenas veinte páginas ya he reído y reflexionado tanto que si no lo cuento reviento.